En compañía de mi pastor fauno, siendo novios,
ocupé mi sitio en la plaza, no sin agobios.
Yo me sentía como una ninfa, entre sus alas,
y él ansiaba mi lana virgen, como las balas;
pero aquel clamor..., aquel colorido diverso...,
la alegría de la gente..., las músicas en verso...,
coparon toda nuestra atención o pensamiento.
La plaza estaba llena, libre... escaso asiento...
Ya faltaba poco, el comienzo era inminente.
Estábamos en el carro, lleno bestialmente.
-Yo aquí tengo miedo, que puede saltar el toro;
y, como somos tantos, ¡qué susto y qué acaloro...!
¡Con lo bien que estaríamos en los palcos aquellos...!
¡Mejor que aquí, sin tener que estirar pies y cuellos!
-dije insatisfecha, algo desilusionada.
-Pues..., no sé por qué..., pero a mí no me gustan nada...
-contestó mi Pastorcito, con ceño fruncido.
Apenas lo hubo dicho, un ruido estremecido,
más bien un estrépito, atrajo las miradas:
Cayeron las multitudes al suelo, golpeadas,
entre palos y tablones del quebrado palco.
La sorpresa, en todas las caras, era un calco:
El destino infame mostraba su faz más fiera.
El Latas colgaba de la pared, cuan largo era,
soportando en una ventana su propio lastre.
Desgarraban la tarde los ayes del desastre...
inmediatamente, se volcaron en su ayuda,
sacándolos de la maraña, de forma ruda
pero rápida; y los llevaron a sus casas;
o, si eran forasteros, sin algodón ni gasas,
en patios, sobre mantas (juntos cojos y mancos).
Casa mi tía Carmen los había de Charcos Blancos.
Con los heridos llenaron un camión, después,
en busca, quizás, de la cayata y el arnés.
En su destino, Albacete, tuvieron cura,
en lo posible, a rajatabla, sin blandura:
Le amputaron, a la Isabel de La Pajarílla,
una pierna maltrecha, como por la parrilla.
Fue, que yo recuerde, la menos afortunada,
aunque pudo volver a cantar, de madrugada.
Atado el gozo Del Cristo, por este suceso,
sus Fiestas fueron más de lágrima que de beso.
Regresando al ruedo, había tantos forasteros,
gritando, levantando los brazos y sombreros,
enardecidos, bebiendo de sus botas vino,
que no se pudo suspender el acto taurino.
(Al día siguiente, toda la ganadería salva,
fue sacada del pueblo, tras despuntar el alba).
Esta vez, nos colocamos en el palco sano,
en la pared de la Concepción, a contramano,
pues, como era tanta la gente que soportaba,
se movía tanto que, el vino, parecía cava.
Entre el clamor y los pitidos del populacho,
impaciente, se soltó el primer toro, muy macho:
Lavantando sus pezuñas esquirlas de tierra,
entró en el ruedo, cabeceando como una sierra,
cual si arrancara las entrañas al viento fino.
Con mirada atónita, se enfrentó a su destino,
sobrecogido por la tristeza general.
Miró, y suplicó, al palco presidencial:
NO hubo clemencia, la espada le segó la vida,
con un torrente, en vano, de sangre vertida,
al final de su lidia, sacrificado al arte...
Uno de los toros se escapó (¿quería dar parte,
tal vez, a la autoridad, y presentar denuncia?),
por el lado accidentado, sentando renuncia,
por su parte, a la celebración de los actos;
pues ya empezaba a sentir los lomos tumefactos.
Una mujer, en la carrera, perdió un zapato;
pero el toro volvió, aun quejándose de flato,
con la ayuda de los mozos y las vacas mansas.
Una le susurró: -¡No te quejes, si te cansas,
que no porque corras te evitarás el castigo!
Y allí pereció, en la arena, sin un amigo,
como todos los que salieron, uno tras otro,
dejando su huella, arrastrados por el potro...
Tampoco los diestros fueron muy ovacionados,
no tanto como otras veces, por los afectados,
a pesar de su buena labor en los engaños.
Estos hechos ocurrieron hace cincuenta años,
así lo escribo y certifico (que conste en acta),
aunque no sé con exactitud la fecha exacta.
© La Virgencilla, Agosto 1998