BARMAN Y POETA

barman y poeta




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BARMAN Y POETA
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Vientos de poemas levantaba su ronca voz,
con aromáticos toques de romero y albahaca
nacidos en la cocina, curtidos en la barra
e inspirados entre pinchos de bodegón,
aceitunas deshuesadas, carajillos y cubatas,
y cacerolas cocidas con esencias florales;
el trueno de su voz desalojaba el silencio
con franjas de versos tomate, limón y mora,
forjados en el yunque de las sepias a la plancha,
emergidos en el fragor ardiente de la cocina.

 

Escribiendo con los dedos en el condensado vapor
de las jarras frías de la cerveza de tonel,
columpiando los versos en el plató del microondas
o crujiendo en la plancha las chaquetas de las gambas,
era transportado a los boxes del ensueño gozoso,
tomando notas en las servilletas de papel,
con una llamarada de inspiración intermitente,
con frases que calentaban su boca como el café.

 

Cuando lavaba los platos bajo el chorro del grifo,
de su cabeza emanaba un aguacero de versos
de imponente caudal, barajando los cubiertos
con su tintineante sonido, el lápiz en la oreja
y el bloc de demandas en guardia permanente;
sin que le faltara talento ni le sobraran ganas,
con ese fulgor entusiasta característico suyo.

 

Barnizando los buñuelos en el chocolate caliente,
raspando el pernil del jamón en la masa de los churros
o dirigiendo las cucharas, tenedores, cuchillos y vajilla
-elementos todos ellos extremadamente útiles para digerir-,
por un resquicio de su consciencia entraban las musas;
siendo su vida un fogón de muchos caldos de versos,
injertadas sus odas con palabras y letras del tesoro,
al tiempo que aliviaba los colmillos del hambre.

 

Entre un chato, una caña o una jarra de cerveza,
o maquinando en la coctelera sus elixires agitados
-extraordinarios elementos de inspiración degustativa-,
un avispero de versos vahaba al trasluz de su mente
-completos, sueltos, rotos, escalfados y al vapor-,
rellenos de alubias rojas y estambres de azafrán,
fertilizados con pan de centeno y mostos de tetrabrick.

 

Y arando en los surcos de las provisiones,
pechos de nenúfar de las viñas del local,
elaboraba ingeniosas croquetas con pan rallado;
y poemas de espaldera, en su bloc de gusanillo.

 

A veces, apretando el cuchillo de pelar patatas
buscaba un verso suelto entre las ollas,
con un manojo de romero en su otra mano preso,
manejando la máquina del café, al tiempo,
locomotora silbante, de los posos depósito;
y dirigía el desfile de los caracolillos,
acompañados de un cortejo de exquisitas cañas
que endulzaban el estriptis de las gambas
en las mesas de los comensales y en la barra;
timbrando la voz con las raspas de las sardinas
como peines de partituras del mar profundo.

 

Administraba las bebidas en el mostrador
con la mente puesta en las coplas
que su cabeza destilaba como coñac
y redactaba en las toallitas de papel.

 

Mientras echaba un pulso con el brazo de la cafetera,
con la otra mano levantó la tapa de la cacerola y...
¡alli estaban!, entre los tentáculos del pulpo,
los versos perdidos que tanto anhelaba completar.

 

Y mientras elaboraba el delicioso chocolate a la taza
-¿de cuántas tiras de papel higiénico indocumentado
se serviría para anotar sus versos de 50 milímetros,
convertidos en lingotes de oro por su inagotable talento?-.

 

Las musas le marcaban con el rojo hierro del oficio
mientras servía aperitivos a su clientela habitual,
atrapando por las alas poemas de plumajes multicolores
antes de verlos desvanecerse entre sus dedos expectantes,
como si fueran el espejismo de una épica ilusión.

 

En la caja registradora solía encontrar cambio
para las estrofas que pululaban por sus sienes,
con el delantal puesto, a mano la fregona;
era el refugio perfecto, ocultas entre los billetes
y las monedas sueltas de distintos metales y valores;
a veces, con las pinzas, rebuscaba en la cubitera,
entre los helados bloques cuadrilongos:
-Siento llegar tarde -dijo un verso congelado.
-¡Anda, pasa y caliéntate, que ya te daré lo tuyo!

 

Consiguió crear un monumento de alhajas resplandecientes
dentro de las fronteras acotadas de su negocio familiar;
rebuscando sin cesar en los bolsillos del delantal,
en los bajos fondos de las mesas,
en los respaldos de las sillas,
en el interior de la coctelera
y en las vitrinas del mostrador;
incluso en las botellas de licores
y en las chapas de los refrescos.

 

Cavaba la tierra de la composición poética
abriendo la espita de las ventanas del campo
para sentir la brisa inspiradora del monte
deslizándose por el tobogán de su Parnaso
como retoños de palabras asimétricas
devanadas como suaves madejas de lana virgen,
pespuntando sus hilos emergentes con manos de seda
con los acordes chasquidos de metal del abrebotellas,
sus sentidos aspirando los vinos tintos y rosados;
corazón recubierto de pergamino, joya en cofre.

 

En evitación de las malversaciones especulativas,
contra los versos taponados usaba el sacacorchos,
descartando el poco recomendable uso del abrelatas,
tarareando satisfecho con los palillos mondadientes.

 

Retenidos los poemas de dudas en conserva,
bajo arresto hasta encontrar su defensa,
ocupando sin cesar la vertical posición
-con poco taburete mullido para el sosiego-,
entre tapa y tapa le llegaba el flujo;
una brisa de versos, más que un chorro,
inspirados en el talismán de su taberna,
retejados con distintos paños calientes.

 

Arañaba las raspas del pescado, salmón y trucha,
componiendo frases con sus manos enfervorecidas;
clamando por un empaste de gramática
como brebaje para sus muelas de rapsoda,
sujetas a oscilaciones de embarcadero,
adoquinando su camino con estrellas de mar
para seguir destilando versos por su boca.

 

En pérgola encaramado, rozaba el récord de altura de miras,
con el vértigo en el paladar de encinas y carrascas,
agarrado a la barandilla de los juglares,
sin nada que objetar bajo el felpudo.

 

Mientras sus versos cavilaba entre aromas de cocina,
del saco de las legumbres entresacaba media fanega,
como ramilletes, y un celemín de amapolas y claveles;
algunos eran hélices de espoleta retardada,
otros contenían cargas de profundidad;
una conjunción de elementos dispares,
amalgama de contrastes acusados
en el laberinto de los retamales,
como una explosión de pétalos de rosa.

 

Componía pucheros de versos con el menú de la cocina,
salpicando las recetas de poemas, pimentón y canela;
ingrávido diseñador puliendo recovecos, ciñendo costuras,
con las aspas del reloj volteando los obras alumbradas
al dictado de las musas, bajo el zumbido de los segundos.

 

En la máquina del café incubaba las estrofas
entre hervores febriles de aromática espuma,
despertando a un sueño de amapolas torcaces,
cautivo de las sirenas de olivos y pinares,
ligadas al balsámico sabor de asaduras a la plancha,
como góndolas navegando en encrespados pensamientos.

 

Y botaba una flota de tazas mientras burbujeaba
la cafetera en su estancada costa de mar a presión
de reclusas aguas hirvientes, náufragas del monte;
dispuestas las cucharillas como remos del negro brebaje.

 

Fumando en la pipa de los dioses,
aspiraba los néctares del Olimpo;
siendo un grande recitador, de los mejores,
encendido en las ascuas de los poetas divinos.

 

Despuntando el lápiz con su navaja manchega,
rememorando a un archipiélago de autores,
declamaba para sí sus extraordinarios versos;
y revisaba las consumiciones de las mesas
raspando el hueso de las cuentas pendientes
con la Staedler nº 2 lamida entre titubeos,
en la barba rebuscando por su extremo romo,
sumando con rigor los conceptos consumidos.

 

Cuando el local más lleno estaba,
convertido en un bosque de piernas,
más hilaba su cabeza poemas al trotecillo,
sin tiempo para plasmarlos al papel,
y menos en las tostadas del pan duro:
-¡Alto ahí!, no quieras escribir con el cuchillo
lo que del lápiz es territorio conquistado.

 

Y lavando los platos en el cauce del grifo,
entre chasquidos de platos, tazas y vasos,
o levantando las copas por los tallos
comprobando sus destellos flor de loto,
una enorme satisfacción le embargaba.

 

Mas, no se le acababan los versos
después de bajar la persiana:
durmiendo a la sombra de la mata,
entre espliego y romero, le venían.

 

La inspiración huésped era en sus praderas,
donde le llegaba con la cabeza en el brazo
del butacón de los cantos de sirenas,
calzado con las pantuflas de andar por casa,
mesándose la barba, ahora cana, lápiz en mano
o a grupas de la oreja comunitaria.

 

Y al cerrar los ojos en la noche oscura,
mientras la luna se arrastraba por el cielo,
le brotaban por entre los párpados y pestañas
poéticos rayos encendidos de estrellas fugaces,
tachando, zurciendo y deshilachando sus aristas
en busca de soluciones orales parafraseadas.

 

Y si, en el sopor vespertino de la mañana,
una lucecita se iluminaba en sus ojos,
es que las musas habían estado revoloteando
entre los encajes ramudos de sus sueños
mientras bordaban su merecido descanso;
y amanecían con sus sombras agazapadas,
listas para ser dadas a luz por su mano
en tomando el café del desayuno matinal,
la cucharilla bailando con los terrones de azúcar.

 

Hernias de palabras le brotaban del alma,
siendo el rey mago de la inspiración poética,
sentado en su dromedario de cuatro puntas
en el plato caliente del desierto polvoriento,
enfrentado a espejismos de arena y sol
sobre las dunas diseñadas por el viento seco,
bodegas de sílice y polvo fermentados.

 

Su pesadilla eran los versos malditos
que a veces surgían en las noches tenebrosas,
que no se concretaban en palabras firmes y compactas,
que dolían como el cañón de una pistola
y sonaban como balas en la oscuridad,
impactando como bandadas de cuervos
dando vueltas y más vueltas...

 

Retirado hoy en su promontorio "Águila Dorada",
entre los mojones blancos de sus fronteras,
aún añora el golpeteo seco de las fichas de dominó
sobre las mesas de a cuatro parroquianos ociosos;
y las partidas de baraja, más silenciosas y reñidas;
y el eco de los sonidos embriagadores del local.

 

Pero ya no es tiempo de gastar las suelas
en echar la vista atrás con nostalgia,
sino de vivir las bondades del presente
al lado de su mujer, hijos y nietos,
¡sus más preciadas esmeraldas!

 

(c) 2024 Diego Tórtola Descalzo


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